viernes, 12 de noviembre de 2010
MORIR ANTES DE HORA
Desde muy pequeño el tema de la muerte ha sido para mi un gran interrogante. El destino final de las almas me generaba curiosidad y una controversia que involucraba aspectos religiosos y científicos, en una suerte de puja entre lo celestial y lo terrenal.
Pero con el correr del tiempo me terminé convenciendo que no existe una sola muerte. Descubrí que en la vida de un hombre hay tantas muertes como fracasos, desilusiones, abandonos, prisiones, soledades, insatisfacciones e indiferencias coseche éste en su camino.
He asumido que uno no se muere tan solo por dejar de respirar, sino por dejar de soñar; que perder la fe es una manera de perecer y que esa muerte se torna más violenta cuando es la fe en uno mismo la que fallece. Pero hay algo de lo que estoy convencido y es que siempre existe un verdugo el que ejecuta su obra.
En mis cincuenta y un años de vida he soportado pequeñas y grandes muertes de las que todavía no he resucitado. Puedo dar fe que no fueron suficientes el azar, el esoterismo, la religión, los libros de auto ayuda, los mensajes de los medios y el apoyo de parientes y amigos para lograr salvar mi vida.
Lo cierto es que este argentino ha apostado por su país, por un proyecto de familia y una capacitación, que a la postre fue trunca e insuficiente y que no le ha abierto puerta alguna. Por años observé con impotencia triunfos ajenos, historia de vida de un puñado de gente como uno, pero con una cuota mayor de suerte, empuje, información, oportunidades, patrocinios y créditos que las de un servidor. Escuché a muchos afirmando que sin sacrificio no se consigue nada, mientras sostenían en sus manos la tarjeta de algún influyente y benefactor padrino, que los han colocado en lo que suele llamarse el mercado oculto.
Envidié, mastiqué bronca y me pregunté una y mil veces. ¿Porqué?. Me sentí con culpa, con esa culpa que suelen tener los impotentes, a los que la propia sociedad transforma en incompetentes. Esa sociedad donde lo lindo y lo feo terminó reemplazando a lo bueno y a lo malo. Allí he padecido la provocación que genera la ostentación y me vi obligado a ser piadoso a lo transgresor, sucumbiendo ante los medios que me hicieron sentir feo, tonto, bruto y pobre. Finalmente, terminé entregado a religiones que trataban de consolarme, mientras me prometían un mundo mejor, claro en la otra vida.
Sinceramente me da pena ver en este bendito país a tantos trepadores, materialistas, chantas, verseros y selectivos protectores de lo suyo y de su status, convenciéndome que soy un incorregible perdedor y un vago; que no trabaja el que no quiere y que este es el mejor país del mundo.
En mi agonía pude notar a mis tres hijos, que dicho sea de paso nunca me vieron trabajar con estabilidad, como descubrían el día a día de un padre con su auto estima por el piso, a expensas de la parca que sistemáticamente lo iba excluyendo.
Intenté sobrevivir con proyectos cuentapropistas que devoraron mi capital. Me acostaba y me levantaba cada noche pensando que era el mejor o el peor de todos.
He leído miles de páginas de clasificados con pedidos que casi nunca encajaban con mi edad, experiencia o habilidad, junto a propuestas con sueldos paupérrimos que generalmente no me permitían llegar a fin de mes. Trabajos denigrantes y esclavos que atentaban contra la familia y la dignidad, pero que había que aceptar porque no había otra cosa y además dar gracias a Dios por ello.
Envié centenares de currículum que respetaban el modelo requerido por los entrevistadores y llené insoportables formularios transcriptos por Internet que casi nadie leyó, para recibir como colofón, un sinfín de negativas maquilladas con promesas y bellas palabras de aliento.
Mi muerte es la de muchos que jamás cobrarían un mango por un plan para no trabajar, ni aceptarían un favor de alguien a cambio de un voto. Personalmente no quiero que me regalen nada, pero alguien debe cobijar al padre de familia que supera los cuarenta o cinuenta años de edad. Alguien nos debe devolver la dignidad y el trabajo que la actividad privada hoy por hoy difícilmente nos puede dar. Tal vez el Estado, junto a sus empresas, tengan la responsabilidad de devolvernos la vida, sin que por esto medie ficha de afiliación alguna, aunque pueda sonar disparatado para muchos privatistas.
Desearía que se enmiende un error histórico con una oportunidad y que esa chance no se disfrace de clientelismo, ineficiencia, amiguismo o injusticia. Tan solo una red de contención que dibuje un Estado eficaz, que no le robe el dinero a la gente y que nos prepare para un mayor desafío cuando el país permita que nos podamos insertar en la empresa privada.
Queridos lectores, la existencia de gran parte de los argentinos está marcada por pequeñas y grandes muertes, que como las mías, esperan resucitar algún día.
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